viernes, 23 de septiembre de 2016

Fundación Blas Méndez Ponce y la sonrisa de un niño

Hacía mucho que no escribía en mi blog. Quizás porque en este sinvivir es muy fácil perder el norte y dar importancia a las cosas que verdaderamente merecen atención, sentimiento, corazón y tiempo.

Mi compañero y amigo Jorge me había hablado de la Fundación Blas Méndez Ponce, de la maravillosa labor que hacían con niños enfermos oncológicos. Y ayer estuve con ellos, tempranito, compartiendo desayuno con ellos y con sus monitores, voluntarios que dedican parte de sus vidas para que estos pequeños puedan sonreír y estén ajenos, por unos días de las durezas de los tratamientos a los que están sometidos para intentar erradicar la maldita enfermedad. También para que sus padres puedan tener un descanso entre tanta angustia, dolor, incertidumbre y pánico a las malas noticias. Sólo cuando se es madre o padre sabe uno lo que duelen los hijos y yo, madre de dos hermosas y sanas hijas, ayer sentí que la fortuna tiene mucho más que ver con verlas crecer y encontrarme en el camino con personas como las que desde la Fundación hacen tanto por estos peques.

La enfermedad nos iguala a todos muy por encima de todo en esta vida. Desde la pequeña Ángela, de seis años, hasta la mayor, de 18 años. Niños de diversas culturas riendo y jugando ajenos a tantos factores con los que los mayores nos empeñamos que dan ganas de que sean ellos los que gobiernen el mundo desde la ausencia de prejuicios y desde la sensibilidad de saber qué es dolor, qué es esperanza y qué es disfrutar los momentos por pequeños que sean.






 


 
 



       
                    
 







Y de repente una siente, que casi como el título de mi blog, vuelve a recuperar el norte, el orden de prioridades. Se remueve eso de los sentimientos para darse cuenta de que hay mucho por hacer que merece la pena. Más allá de las diatribas -absurdas- diarias, más allá de quienes pasan por la vida sembrando cadáveres a su paso e incluso más allá de quienes ven oscuras intenciones en algo que es sólo solidaridad, cariño, empatía, activismo, corazón, sentimiento y sensibilidad.

Este programa pretende dar a los niños la posibilidad de ser niños fuera del ámbito hospitalario y están acompañados en esta ocasión por sus hermanos que, seguramente, durante el proceso de la enfermedad han visto cómo sus mundos cambiaban e incluso quedaban un poco relegados porque la atención se centraba en el hermano enfermo.

Y sin embargo allí, son iguales, pueden ejercer de hermanos, de hermanos mayores y de hermanos menores mimados por los mayores.

Milagros, Lola, Blanca, Salvi y tantas personas que han decidido dedicar parte de su tiempo a hacer felices a unos niños que se merecen ser felices. Porque más allá de la necesaria atención médica, necesitan seguir siendo niños, necesitan hacer las travesuras de niños y vivir el paso a las etapas de las adolescentes como el resto de adolescentes.

Ayer fue un día especial porque no me pude quitar a esos pequeños de la cabeza en todo el día. Fueron una lección vital de esas que jamás se podrán aprender en una universidad.
Y, aunque me resistía a hacerlo, no pude evitar pensar cómo la política podía ayudar a algo que debería ser obligatorio por ley, asegurar la felicidad de los niños, pero, sobre todo, los que peor lo están pasando. La conclusión es que, como en todas las disciplinas de la vida, la política está llena de la esencia personal y sin la sensibilidad que otorga poder poner sentimiento a la acción, las utopías de lo lógico seguirán siendo utopías.

Cuando sintáis zozobra por el devenir diario, mirad a estos niños. Si ellos están así de felices, no tenemos derecho a pensar que un inconveniente es mayor que un impedimento.