Senderos de ramos de flores adquiridas con las prisas de última
hora y el deseo que ponerlas frescas y lustrosas recordando a los que hoy no
están.
Mis muertos me acompañan cada día. Es una decisión personal.
Para mí no se hallan en un lugar sombrío, frío y cerrado a cal y canto. Están
en cada acción y en cada pensamiento, están en lo que hago.
Con sus partidas aprendí a llorar desconsoladamente y a
gritar lo injusta que es la vida. Aprendí a que hay que cuidar del que queda y
que no somos para siempre.
Mi abuelo me enseñó cómo, aunque el reúma te lleve despacio,
con perseverancia y fuerza de voluntad se consigue todo. Se le paró el corazón
pero nunca se ha ido.
El puto cáncer se llevó a demasiados. Tuve que ver cómo se
marchaban lenta y dolorosamente sin que notaran lo fingida de mi fortaleza.
Siempre la esperanza por encima de la certeza. Nunca estaban peor, siempre
había esperanza en salvar los obstáculos. Siempre hubo cercanía y calidez en
esa maraña de médicos y enfermeras que se desvivían porque no tuvieran dolor o
porque se sintieran mejor. Incluso cuando les mentían para que no se vinieran
abajo y perdieran las ganas de vivir. Todo, la Sanidad Pública hizo Todo lo
posible por ellos. Y por nosotros.
Aprendí a pinchar morfina porque, en aquellos años, la
sanidad rural era entre inexistente y desaparecida y en aquella Galicia de
entonces los kilómetros eran horas de dolor horroroso. Sólo tiemblan las
piernas la primera vez.
Hace pocos meses se me fue el último. Se le partió el
corazón de puro grande, supongo. Llovía como si todas las lágrimas que hubiera
de verter yo desde ese día me cayeran encima. Se hizo noche porque hasta la luz
entristeció. Murió conduciendo. Cuando me metí en ese coche para recoger sus
cosas se me quedaron pedazos allí. Se marchó decepcionado de la política. Me lo decía siempre. No olvidaré las veces
que me dijo que no me apartara nunca de la gente, que intentara ser la mejor
para no perder ninguna oportunidad de aprender. Ni las discusiones. Ni las
visitas de desahogo en las que, una vez ha pasado el tiempo, siempre tenía razón.
Cada vez que el Gobierno toca la Sanidad Pública, mis
muertos me recuerdan que hay que seguir luchando. Cada vez que asestan un mazazo
al estado de Bienestar mi abuela, la que se fue, me recuerda que nunca fue
fácil pero que nadie dijo que la vida lo fuera. Enterró a dos de sus hijos,
muertos por el puto cáncer. La oigo decirme que Felipe trajo la dignidad que la
dictadura arrebató. La recuerdo mirándole embelesada, admirando. La veo
socialista hasta el tuétano. Y yo con ella aprendí a que serlo no es una pose,
es un sentimiento. Es una forma de ver la vida, es verme reflejada en sus
vidas. Es sentir orgullo y desear que mis hijas, que mis nietos sientan lo
mismo por mí.
Porque mis muertos, con sus recuerdos, son míos.
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